Mis personajes favoritos (Nº 300).
No me resisto a rehacer aquí el perfil que hice el otro día de Honorina Sampedro Balmori (Los Callejos, 1927). A unos metros de distancia, hoy me tocó asistir a una despedida más, a un nuevo golpe en el alma, a las lágrimas que vuelven a resbalar, en pulcro silencio, por las mejillas. A Honorina (Nori, como la llama la mucha gente que la quiere) la fueron a despedir hasta la verja de la Residencia Faustino Sobrino, después de haberla sacado a comer con ellos, su hijo Alfredo, su nuera Avelina Ojeda y su nieta Ana Paula, que en unas horas iban a coger en Madrid el avión de regreso a México.
En el último momento, la escena de la despedida quedó reducida a dos siluetas en silencio, con la emoción a flor de piel: la de Honorina, que el día 18 de este mes cumplirá noventa y cuatro años, y la de su hijo Alfredo. No había nada más que decirse el uno al otro. Sólo una mirada profunda, iluminada entre las arrugas de la piel, que les unía. Que los fundía. Testigo de la escena, noté que también me alcanzaba a mi una parte de su emoción, y no pude evitar que se me agüaran los ojos al acordarme de mi madre, Pilarina, y de las despedidas, repetidas y siempre intensas, que me alejaron de ella, hace casi sesenta años, en lúgubres andenes de estación, cuando tuvimos que separarnos para poder aprovechar yo una beca de estudios en internados de Valladolid y Madrid. Hoy, a Honorina la vi un poco como a mi madre Pilarina, la de “La Pilarica”, fallecida en 2008 a los 84 años: tan aparentemente débiles las dos, pero tan vitales y tan fuertes, con la luz de su mirada limpia y confortadora.
Ahora, en la despedida de su hijo Alfredo hasta la próxima primavera, repaso lo que me contó Honorina el otro día: de cuando empezó a trabajar, siendo todavía una cría, ayudando en las tareas de casa a sus padres, Jesús, agricultor y tejero, y Benigna (pariente del emigrante en México y empresario hecho a sí mismo Manolo Balmori, ya fallecido), nacidos los dos en Los Callejos; del recuerdo de los bombardeos en la Guerra Civil, durante su infancia; de aquellas horas en vilo, transcurridas en casa por la noche, a las que sucedían los rugidos de los motores de los aviones al amanecer, que les hacían meterse a todo meter, con apresurados enseres, en las cavernas del entorno.
De cría, Honorina conoció a un rapaz, Alfredo Torre, que, con el tiempo, habría de convertirse en su esposo. Se casaron en la iglesia de Los Callejos cuando ella tenía 21 años, y él, 24, y nacieron tres hijos: Marcelino, Jesús (que murió a los pocos días de nacer) y Alfredo Torre Sampedro. El marido de Honorina fue tejeru y anduvo varias temporadas amasando y cociendo barro de Castilla. En sociedad con un primo suyo y con Miguel, el del Sablón, tuvo una tejera en un rincón de la provincia de Palencia. Luego, se convertió en minero y marcharía con Honorina a la Cuenca (a Langreo y Carbayín), donde pasaron más de veinte años. Allí se criaron sus hijos, Marcelino y Alfredo.
México está siempre presente en las oraciones de Honorina (en sus desvelos de madre y abuela), en su viudez y en las fotos que guarda en el cajón de la mesita de su habitación en la Faustino Sobrino, donde lleva ya unos cuantos meses residiendo: a México emigró su hermano, Francisco, y en México están sus hijos, Marcelino y Alfredo y sus dos nietas: Isabel, hija de Marcelino y de Mari Conchi Arenas, y Ana Paula, hija de Alfredo y de Avelina Ojeda. En México, además, murió en 2015 Alfredo Torre Ojeda, Alfredín, el hijo mayor de Alfredo, cuando le faltaban dos días para cumplir los dieciocho años.
A pesar de la insistencia de sus hijos y nietos, a estas alturas de la película Honorina tiene ya descartado cruzar el océano para reunirse con todos ellos. Anda algo sorda, pero vive en paz su última etapa y le sobra cordura y serenidad de espíritu. Está tan guapa como siempre.
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