Mis personajes favoritos (Nº 264).
Decía yo, en un artículo titulado "Un empresario de los que escasean", publicado en LA NUEVA ESPAÑA el viernes 7 de septiembre de 2007, que se están diciendo de José Luis Díaz Gutiérrez (Riocaliente, 1946-Llanes, 2007) las mismas cosas buenas que se decían de él cuando estaba vivo: que si era un probado hombre de bien, un empresario fiable, siempre pendiente del último detalle; que si nadie le igualaba en su autoexigencia de profesionalidad y que se desvivía a todas horas por dar el mejor servicio posible. Estamos, ciertamente, ante un caso infrecuente de unánime reconocimiento social. En la historia de Llanes -en la historia del mundo-, rara vez los panegíricos dedicados a los difuntos se libran de la exageración. Ésta es una de esas escasas ocasiones. El reciente sepelio de Luis, y la pena y el vacío que ha causado su repentina muerte, nos remiten a la general conmoción que produjeron en su día los fallecimientos de Ángel de la Moría -el más grande de los poetas llaniscos- y de José Sordo, el popular médico que trajo a Llanes los rayos X y rozó la santidad.
Como persona y como hostelero, Luis se ganó a pulso la buena opinión que tenían de él sus paisanos, sus colegas y sus clientes. Había emigrado a Suiza en la década de los sesenta, cuando los flujos migratorios a América estaban remitiendo en intensidad, y Europa, en cambio, recuperada ya del drama de la II Guerra Mundial, se convertía en tierra de promisión. Luis se colocó de mecánico en un taller de coches en Berna. A lo largo de 26 años trabajó duro, reparando motores de automóviles de lujo, y se ganó la confianza de su patrón, un hebreo de origen alemán, Herr Schaud, que acaso vio en él al hijo que nunca tuvo.
Conoció allí a Mari Carmen Díaz Ledesma, una emigrante extremeña con la que contraería matrimonio. Tuvieron una hija y decidieron regresar a España. En mayo de 1990 abrieron un hotel en el paseo de San Antón de Llanes: el hotel “Miraolas”, justo enfrente de la “Tijerina”, el centenario edificio de la Sociedad Salvamento de Náufragos. Seguramente, Luis y Mari Carmen nunca se habían planteado convertirse en hoteleros, pero, metidos en harina, supieron dar a Llanes lo que se necesita para hacer coherente la oferta turística: un hotel abierto todo el año (hasta entonces el único que había era el Montemar). Maldita la falta que le hacía a Luis complicarse la vida e invertir sus ahorros en un negocio de hostelería. Sin embargo, decidió complicársela (sólo Dios sabe hasta qué punto) e hizo realidad un proyecto favorable al interés general de Llanes. Sacó adelante una empresa que garantiza una docena de puestos estables de trabajo.
De sus dieciocho años de lucha al frente del Miraolas nos quedarán su imperturbable naturalidad y el par de bemoles con el que construyó -ante más dificultades de las previstas- un espacio de prestigio, incluida una cocina de quitarse el sombrero y un equipo de camareros y recepcionistas que es muy difícil de reunir en los tiempos que corren. En sus salones se instalaron las tertulias del filósofo Luis García San Miguel -quizá las más sabrosas y animadas que hubo en Llanes en los últimos años-; se hicieron presentes figuras de la transición política española, como Sabino Fernández Campo, Pérez Llorca y Herrero de Miñón; y de la cinematografía, como Garci, Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez y Alfredo Landa, en sus eventuales rodajes por aquí. Aquel joven empresario de Riocaliente, curtido en los rigores de la precisión helvética, había conseguido sentar cátedra en la hostelería. Ahora que se nos ha ido, estamos más convencidos que nunca de que las “excelencias turísticas” carecen de sentido sin profesionales como él.
(Foto: archivo de H. del Río).
Decía yo, en un artículo titulado "Un empresario de los que escasean", publicado en LA NUEVA ESPAÑA el viernes 7 de septiembre de 2007, que se están diciendo de José Luis Díaz Gutiérrez (Riocaliente, 1946-Llanes, 2007) las mismas cosas buenas que se decían de él cuando estaba vivo: que si era un probado hombre de bien, un empresario fiable, siempre pendiente del último detalle; que si nadie le igualaba en su autoexigencia de profesionalidad y que se desvivía a todas horas por dar el mejor servicio posible. Estamos, ciertamente, ante un caso infrecuente de unánime reconocimiento social. En la historia de Llanes -en la historia del mundo-, rara vez los panegíricos dedicados a los difuntos se libran de la exageración. Ésta es una de esas escasas ocasiones. El reciente sepelio de Luis, y la pena y el vacío que ha causado su repentina muerte, nos remiten a la general conmoción que produjeron en su día los fallecimientos de Ángel de la Moría -el más grande de los poetas llaniscos- y de José Sordo, el popular médico que trajo a Llanes los rayos X y rozó la santidad.
Como persona y como hostelero, Luis se ganó a pulso la buena opinión que tenían de él sus paisanos, sus colegas y sus clientes. Había emigrado a Suiza en la década de los sesenta, cuando los flujos migratorios a América estaban remitiendo en intensidad, y Europa, en cambio, recuperada ya del drama de la II Guerra Mundial, se convertía en tierra de promisión. Luis se colocó de mecánico en un taller de coches en Berna. A lo largo de 26 años trabajó duro, reparando motores de automóviles de lujo, y se ganó la confianza de su patrón, un hebreo de origen alemán, Herr Schaud, que acaso vio en él al hijo que nunca tuvo.
Conoció allí a Mari Carmen Díaz Ledesma, una emigrante extremeña con la que contraería matrimonio. Tuvieron una hija y decidieron regresar a España. En mayo de 1990 abrieron un hotel en el paseo de San Antón de Llanes: el hotel “Miraolas”, justo enfrente de la “Tijerina”, el centenario edificio de la Sociedad Salvamento de Náufragos. Seguramente, Luis y Mari Carmen nunca se habían planteado convertirse en hoteleros, pero, metidos en harina, supieron dar a Llanes lo que se necesita para hacer coherente la oferta turística: un hotel abierto todo el año (hasta entonces el único que había era el Montemar). Maldita la falta que le hacía a Luis complicarse la vida e invertir sus ahorros en un negocio de hostelería. Sin embargo, decidió complicársela (sólo Dios sabe hasta qué punto) e hizo realidad un proyecto favorable al interés general de Llanes. Sacó adelante una empresa que garantiza una docena de puestos estables de trabajo.
De sus dieciocho años de lucha al frente del Miraolas nos quedarán su imperturbable naturalidad y el par de bemoles con el que construyó -ante más dificultades de las previstas- un espacio de prestigio, incluida una cocina de quitarse el sombrero y un equipo de camareros y recepcionistas que es muy difícil de reunir en los tiempos que corren. En sus salones se instalaron las tertulias del filósofo Luis García San Miguel -quizá las más sabrosas y animadas que hubo en Llanes en los últimos años-; se hicieron presentes figuras de la transición política española, como Sabino Fernández Campo, Pérez Llorca y Herrero de Miñón; y de la cinematografía, como Garci, Paco Rabal, Fernando Fernán Gómez y Alfredo Landa, en sus eventuales rodajes por aquí. Aquel joven empresario de Riocaliente, curtido en los rigores de la precisión helvética, había conseguido sentar cátedra en la hostelería. Ahora que se nos ha ido, estamos más convencidos que nunca de que las “excelencias turísticas” carecen de sentido sin profesionales como él.
(Foto: archivo de H. del Río).
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