La vida de Luciano Sánchez Montero (conocido entre nosotros como “Montero”, a secas) era una historia de amor. Amor a su Carmen del alma, que ya se le había muerto hace unos años; amor a Llanes, donde echó raíces; amor al toreo, que fue su vocación frustrada...
Era hijo de Francisco Sánchez Rosado, tratante de ganado, y de Elena Montero Toscano, nativos, los dos, de la localidad malagueña de Cuevas del Becerro, situada a veinte kilómetros de Ronda. Allí había nacido él, en 1930.
Eran once hermanos, y Montero empezó a trabajar desde muy pronto. A los 6 años ya trajinaba algo en las labores del campo.
La mili le tocaría en Zaragoza, y, nada más terminarla, entró de empleado del Tío Sam en la base norteamericana de Rota, en plena Guerra Fría. Permaneció allí de 1957 a 1959 como maquinista en obras de carreteras. Luego, marchó a Madrid, para hacer la misma tarea durante un breve tiempo, y desde Madrid llegaría a Llanes, de la mano de un ingeniero asturiano, en noviembre de 1960. Venía para ser maquinista y probador de máquinas.
En la villa de Ángel de la Moría, Montero se hospedó en el "Rompeolas", regentado ya por Carmen Aramburu Campillo, viuda con cuatro hijos pequeños. Desde el primer momento, se produjo un flechazo. Él tenía 30 años, y Carmen, 34.
"¡Estás chiflao, Luciano! ¿Pero es que no ves que vas a tener que cargar con cuatro chaveas, nada menos?", le decían sus amigos de Ronda. Pero a Montero no había quien le quitara la idea ni la ilusión del enamoramiento. Carmen y él se unieron en matrimonio, ocho meses después de haberse conocido.
En su nueva situación, y tras declinar la oferta que le había brindado el ingeniero, Montero se puso a trabajar detrás del mostrador del "Rompeolas", mientras Carmen se encargaba de gobernar la cocina. Fueron felices y tuvieron dos hijos: Luciano y Mamen.
El "Rompeolas", que tanto echamos de menos en este Llanes gris y en vías de despersonalizarse, había sido fundado en el último tercio del siglu XIX en una calle cercana a la parada de las diligencias. Estuvo regentado, entre otros, por uno al que llamaban “el Vascu”, luego por otro señor apodado “el Torero”, y después por una mujer de Celorio.
Allí, Carmen Aramburu dejaría cuarenta y nueve años de su vida, y Montero, cuarenta y cinco.
Aquel chigre tenía atmósfera de museo de pueblo. Sus paredes estaban decoradas hasta el techo con grandes carteles taurinos, descoloridos y sacralizados por el paso del tiempo, entre venerables telas de araña. El cartelón más antiguo era uno de Manolete, de 1947 (el año, precisamente, en que perdió la vida el diestro cordobés), y se lo había regalado a Montero una familia que llevaba la cantina de la estación de Unquera.
Había callos, buena sidra y asturianadas. La hora de cierre, ya fuera en verano o en invierno, era sagrada, y la llevaba Montero a rajatabla (me parece que entraba siempre en vigor en torno a las doce de la noche, porque al día siguiente había que madrugar). Entre los clientes habituales se contaban Pepete y Manolete, simpáticos, panzudos y cojos (y maestros honoríficos en el arte de cúchares), que toreaban en la plaza de Arestín en Cue. Pepete, guardia municipal en Cangas de Onís, siempre se hospedaba en el "Rompeolas" cuando venía a la villa.
Con tantas vivencias gozosas junto a Carmen, con los aires más auténticos del Llanes de siempre almacenados en su alma andaluza y llanisca, Luciano Sánchez Montero (“Montero”, a secas) se nos ha ido hoy, 5 de febrero de 2022. Falleció a los 91 años de edad.
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