sábado, 6 de septiembre de 2014

JAVIER GONZÁLEZ TAMÉS: CELORIO É UN MUNDU


Mis personajes favoritos (Nº 3).
Durante 25 años, Javier (Celorio, 1948) trabajó en la empresa AGAR como manipulador de algas. Manejaba un tridente desde las seis de la mañana, en duras jornadas, para clasificar y almacenar las toneladas de sargazos que llegaban a la fábrica. El ocle ha sido siempre una especie de maná en Llanes, un regalo de la Naturaleza que aliviaba las épocas de jambre y las travesías del desierto. Por eso, la tarea de Javier, en la que el sudor y la humedad le forraban la piel, tenía un cierto simbolismo del Antiguo Testamento.
En el minúsculo Celorio de su infancia (un enclave paradisiaco, de cuento de hadas, que empezaban entonces a descubrir, poco a poco, los turistas), había sido monaguillo con don Eleuterio Teodoro Ovejero (el párroco castellano de la iglesia de San Salvador). Javier, hijo único de Josefa González Tamés, una labradora muy apreciada, se crió arropado por su madre y por una numerosa familia.
Los abuelos maternos eran Ramón González González, de Niembro, y Emilia Tamés Gavito. Ramón poseía alguna vaca y un terrenín donde nunca caían heladas, por estar cerca de la mar, en el que cultivaba patatas y arbejos. Trabajó en la provincia de Zamora y en Cantabria (fue tejero en Toro, cocedor en una fábrica de ladrillos en Barreda y empleado de una cerámica en Sarón), mientras su mujer se ocupaba en retaguardia de la casa y la labranza.
Emilia, la güela tenía ocho hermanos: María, Eduvigis, Lino, Ramona, Antonio, Regina, Felicitas (Titi) y Ernestina Tamés Gavito, todos de Celorio. Ella era la cuarta. Eduvigis servía en la casa de Eduardo García Valverde (Lalito), situada junto a San Pedro, camino de la Talá; Lino emigraría a México; Ramona fue la criada y ama de llaves de toda confianza de Manuel Victorero Dosal en la guapa mansión que tenía aquel señor (antiguo alcalde de Llanes) donde empieza el Paseo; Antonio era labrador y tejero, y Regina contraería matrimonio en 1935 con el arquitecto racionalista (y socialista) Joaquín Ortiz García, al que acompañaría en su exilio en Venezuela.
La música le tiró a Javier mucho desde crío. En la escuela, con el maestro a don Diego González Peral, salmantino, tocaba la armónica.
Seguiría tocando ese sencillo instrumento durante los años en los que estudió en el colegio de la Arquera (de 1960 a 1963). Venía a la villa en el ferrocarril mixto de las 9, y desde la estación caminaba, a través del túnel, hasta Pancar y la Llavandera. Volvía a casa en el tren de las 5.
En el Instituto “Alfonso IX” se aficionaría al acordeón. Entre sus compañeros estaba Pablo Ardisana, y en el claustro de profesores figuraban Jesús Llerandi (que daba Formación del Espíritu Nacional), Elviro Martínez (que impartía Religión y sería autor de algunos de los títulos imprescindibles de la bibliografía llanisca), David Ruiz González (historiador, daba Geografía e Historia y llegaría a ser catedrático emérito de la Universidad de Oviedo) y el ovetense Rodrigo Grossi (Literatura).
Javier sigue usando, en su jubilación, la misma moto que le llevaba diariamente a su faena. Los años y la soledad no le han hecho perder su afabilidad, su generosidad para con todos y un proverbial y ocurrente sentido del humor. Su anecdotario de hechos y personajes es brillante y caudaloso. Está al tanto de muchas de las claves de nuestra historia de los últimos cien años, y pocos parroquianos saben de la vida llanisca tanto como él.

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